lunes, 8 de junio de 2009

Heridas y cicatrices.

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Debían ser las nueve de la mañana del día 13 de septiembre de 1976, hace casi 33 años, las heridas de la dictadura estaban empezando a cerrarse y las cicatrices iban apareciendo.
Un grupo de muchachos de 8 años entre los que me encontraba yo, esperábamos ansiosos el inicio de un nuevo curso escolar.
En fila delante de la puerta del colegio Las Viñas, vimos aparecer a nuestro nuevo maestro,
¡¡Joder, el Jabalí!!,
probablemente esas no fueron las palabras que salieron de la boca de un niño de 8 años pero si el sentimiento. Era Don Ernesto, su dureza como profesor, su inflexibilidad como educador y la fama de su talante o mejor dicho de la ausencia del mismo le precedía.

Aquel día conocí a Don Ernesto, Don Ernesto de Leonardo.

Empezó el curso y su fama era sólo eso fama, bastante alejada de la realidad, era duro como profesor pero amable en el trato, inflexible como educador pero accesible en el día a día. Recuerdo los partidos de fútbol que "echábamos" en los recreos y su participación en ellos rodeado de mocosos de 8 años, ¡qué grande!, corría más que ninguno, saltaba más que cualquiera y peleaba más que todos, era el más grande.
Recuerdo las batallitas que nos contaba de sus cicatrices y de aquellos tornillos que le habían metido para unir los huesos, ¡qué tío!, ¡qué grande! aquello le confería un ligero status de superhombre entre nosotros, los alumnos.
Terminó aquel curso, pasé al siguiente y cambié de profesor.
Debía ser el mes de abril de 1978, cuando haciendo el animal en los vestuarios del gimnasio del colegio, me hice una espectacular herida en la rodilla, esperé hasta la hora de la comida para que viniera el practicante que debía suturar aquella avería, el "matarife" llegó, preparó el instrumental y allí, a lo vivo, sin anestesia, sin whisky, sin palito en la boca y rodeado por curas y profesores que me sujetaban por todos los sitios, ¡¡me cosió!!.
Con la pierna estirada a casa varios días.
Una tarde sonó el timbre, mi madre abrío la puerta y desde el recibidor me grito "Juan, mira quien ha venido a verte" al momento en el comedor apareció Don Ernesto, Don Ernesto de Leonardo, aquel que fue mi profesor el año anterior y que ya no me daba clase, venía a mi casa a verme a mí, ¡qué, grande!, se sentó en el sillón y me dijo "A ver esa cicatriz", me levanté la gasa y me dijo "Es más grande que las que tengo yo", ¡Joder, tengo una cicatriz más grande que las de Don Ernesto! aquello fue mucho mejor que la aspirina o que la mercromina.
Pasó el tiempo, él dejo la educación y yo seguí con mis estudios, la relación se fue enfriando, pero llegó el mes de noviembre de 1998, Adolfo Barrio me reclutó para "su" grupo de medievales y me citó en el Colegio San Pablo para una reunión, llegué puntual como siempre y allí estaba Don Ernesto, nos saludamos amistosamente como si no hubieran pasado veinte años.
Aquel que antaño me parecía enorme, ahora apenas me llegaba por el hombro, aquel que antaño me parecía fortísimo, ahora pesaba treinta kilos menos que yo, aquel que antaño me parecía un gran señor, ahora seguía siendo un gran tipo, aquel que antaño era Don Ernesto el profesor, ahora iba a ser Ernesto el amigo, ¡qué grande!
Cuando las heridas empezaban a aparecer en el grupo por los problemas entre Raquel y Adolfo, Ernesto nos convocó a una reunión, el grupo se posicionó y salimos adelante todo aquello cicatrizó y llegamos hasta hoy y seguro que seguiremos mucho tiempo.
Durante este tiempo, su situación personal y familiar lo colocó en una encrucijada en la que se ha movido perfectamente aunque no sin esfuerzo, ha sabido nadar entre dos aguas, estar en misa y repicando, en el plato y en las tajadas, estoy seguro que ha sufrido muchas heridas que le habrán dejado importantes cicatrices, mucho más grandes y profundas que esas que exhibía con orgullo en aquellos tiempos en mi colegio.
Heridas y cicatrices que pocas veces mostraba a nadie, no era motivo de alarde sino más bien al contrario. ¡qué grande!
Ayer nos llegó la noticia de su ausencia, me llenó de tristeza su pérdida y aún más todo lo sucedido y que no voy a relatar aquí porque un hombre tan grande no se lo merece.
Cuando vea la cicatriz de mi pierna izquierda recordaré a Don Ernesto el porfesor y a Ernesto el amigo, cuando vea a ciertas personas recordaré la herida problablemente sin cicatrizar de mi corazón.
Ernesto, Don Ernesto, ¡qué grande! ¡qué superhombre!
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